viernes, 12 de marzo de 2010

Sufro


Me quema la piel, me arden los ojos. No puedo hablar, y estoy vacío.

Y a mi alrededor, el mundo se mueve, rápida, inexorablemente, sin ser consciente de los pedazos que la humanidad le arranca. Como un carroñero, desgarra la piel, la carne, el hueso.

Y eso no me importa, ya no más, no ahora. Sigo respirando, sigo caminando, pero aun así estoy muerto.

Y la luz, esa horrible luz, me envuelve y me araña. No es una luz suave, como la del cielo nocturno, ni llena de vida, como al del sol de primavera. Es el fulgor del fuego, siempre hambriento, siempre sediento, muerde, corta, destroza, como un animal loco, furioso y desesperado.

Y yo permanezco, ausente, sin ver, sin oír, sin sentir, zarandeado de un lado para otro como un muñeco roto. Porque no está, nada está, nada importa ya. Todo se ha marchitado, se ha perdido como gotas de lluvia en un mar agitado.
Solo silencio.
Solo vacío.

 Solo la tierra yerma, extendiéndose hacia el horizonte.



viernes, 5 de marzo de 2010

Un Nuevo Día

Anoche, entre la bruma del sueño, un espíritu vino a mí. Un ser de niebla y plata, bello y terrible, frente a mi ventana, como si fuera solamente la luz de la luna llena. Allí en la penumbra, bañada su tierna piel por la suave oscuridad de la noche, el espíritu cantó, con la mirada perdida y la voz quebrada. Una melodía entretejida con las estrellas, palabras de consuelo y calma para mi agitado corazón.

Como si de cristales rotos por una dolorosa tormenta se tratasen, recogió los fragmentos negros y marchitos de mi alma, una vez limpia y en paz. Acunándolos con su voz, sin dejar de cantar, hizo con ellos una nueva melodía, una escultura de lluvia, silencio y hiedra. Unió cada pedazo, cada lágrima derramada, cada perdida hora de desesperación. Pero entonces paró. Aunque ya no quedaban partes por unir, mi corazón aún estaba roto. Faltaba una sola pieza, perdida para siempre, enterrada en un mar invernal.

La melodía cesó, el hechizo se deshizo. El espíritu, con infinita tristeza en sus ojos de alabastro, supo lo que yo ya había comprendido, aquella lejana mañana, en la orilla bañada por un pálido sol. Sin Ella a mi lado, sin la luz de sus ojos, sin el consuelo de su voz, sin el calor de su piel, yo estaba vacío. Las olas habían desgarrado la luz, el consuelo, el calor, los suspiros, la vida. Yo no solo la había perdido a Ella, sino también a mí mismo. Lentamente, como se van las estrellas arrastradas por el albor de la mañana, el espíritu desapareció, dejando los pedazos de mi alma esparcidos frente a mí.

Ahora estaba tranquilo, sin rastro del dolor que antes había recordado. Me levanté y salí al balcón, al tiempo que el sol derramaba sus lagrimas de luz desde el horizonte. Respire profundamente el fresco aire invernal.

Como el silencio después de una cruel tormenta, un nuevo día comenzaba.