Me quema la piel, me arden los ojos. No puedo hablar, y estoy vacío.
Y a mi alrededor, el mundo se mueve, rápida, inexorablemente, sin ser consciente de los pedazos que la humanidad le arranca. Como un carroñero, desgarra la piel, la carne, el hueso.
Y eso no me importa, ya no más, no ahora. Sigo respirando, sigo caminando, pero aun así estoy muerto.
Y la luz, esa horrible luz, me envuelve y me araña. No es una luz suave, como la del cielo nocturno, ni llena de vida, como al del sol de primavera. Es el fulgor del fuego, siempre hambriento, siempre sediento, muerde, corta, destroza, como un animal loco, furioso y desesperado.
Y yo permanezco, ausente, sin ver, sin oír, sin sentir, zarandeado de un lado para otro como un muñeco roto. Porque no está, nada está, nada importa ya. Todo se ha marchitado, se ha perdido como gotas de lluvia en un mar agitado.
Solo silencio.
Solo vacío.
Solo la tierra yerma, extendiéndose hacia el horizonte.