Abrí los ojos.
Me dio la mano, y bajamos juntos por las límpidas escaleras,
rodeados solo de oscuridad y el sonido del agua cayendo. Descendimos hasta el
estanque y la grieta, y salimos de detrás de una nube hacia el verde campo. El
viento nos rozaba suavemente, y a medio camino empezaron a nevar plumas.
Llegamos al suelo, las plumas eran ceniza, la hierba era cristal muerto. El
agua había dejado de oírse. Cuando me volví a mirarla, su rostro se había
marchitado. Su mano se deshizo en polvo y sal, y avancé en soledad. El suelo de
esmeralda era ahora obsidiana, y mis pies sangraron, sangre blanca y sangre
negra. De repente, me encontré frente a un árbol, que antes no estaba ahí, o
siempre había estado ahí. Entre sus ramas, dos pájaros. No cantaban. Se elevaron,
danzando en el aire, uno negro, el otro azul. Volaron, girando juntos, acariciándose,
y el azul picoteó al negro. Este cayó, y la hierba desgarró su cuerpo. El que
quedaba no tardo en alejarse.
Abro los ojos.
Catedral de luz y de plata, vidrieras de espejos tintados y
abombados. En el suelo, un intrincado arabesco, de mil colores, de un color,
alabastro y alabastro. Fuentes de agua rojiza. En el centro, un hombre cayendo,
muy lentamente. Su mirada está perdida, sus ojos son mates, o no tiene. Olor a
incienso, y a podredumbre: se que lo podrido me rodea, pero el perfume denso
del incienso parece venir de arriba. El arabesco cambia, se retuerce hasta que
sus vetas forman un mandala, que se abre, se dobla, sus pétalos se elevan como
una flor de loto. En su infinita caída, el hombre va quedando empalado, y la piedra
que atraviesa su carne queda limpia, su cuerpo vacío de toda sangre, de todo
signo de vida pasada.
Abriré los ojos.
El sol, la luz, me abrazará; la noche me esperará. Diez mil
almas me comprenderán. Diez mil columnas sostendrán el templo donde se
celebrará el holocausto del que seré voluntaria ofrenda. Diez mil lenguas de
fuego lamerán mi carne, y la ceniza ascenderá y se llevará mi cuerpo, y las
llamas ascenderán y se llevarán mi mente, y lo seré todo. Diez mil voces gemirán
y diez mil más gritarán en extático placer, y todas ellas estarán en mí. Pues
se habrá completado el ciclo. Y abandonaré todo dolor, toda ira, todo celo.
Abandonaré toda ambición, deseo y placer. Seré solo la huella tenue de mi paso,
apenas perceptible, apenas insinuada. Diez mil años pasarán, y entonces no
habrá quien recuerde. Seré el todo. Seré la nada.