A veces mi cabeza, mi alma, y en general mis sentidos vuelan fuera de mi cuerpo, atravesando el cielo, las estrellas, la realidad, para alcanzar lugares en los que nunca he estado. A eso lo llaman estar en las nubes. En realidad, estoy en todos sitios, y ninguno.
He visitado cavernas grandes como países, donde la luz proviene de lo profundo de la tierra. Allí he encontrado peces que nadan en la tierra, plantas que viven sin sol ni agua, sombras que intentan acercarse al fuego y polillas que huyen de él. Allí habitan unos seres humanoides, bajitos, cubiertos de pelo desde la coronilla hasta las plantas de los pies, a los que les encanta pintar las paredes de las cuevas en las que habitan. A veces he visto como decoraban kilómetros y kilómetros de piedra, contando una historia de brillantes colores que parecen moverse y cobrar vida con el parpadeo de una llama. Son gente muy animada, y celebran largas fiestas, que duran meses, en las que se canta, baila, y en general se hace cualquier cosa que a uno le apetezca.
También he viajado a una tierra en la que no hay tierra. Todo cuanto hay es un océano inmenso, infinito. En sus profundidades se encuentran enormes y bellas criaturas marinas, como el dragón de lapislázuli, grande como una ciudad, que reluce como mil estrellas cuando el sol refleja en él sus rayos a través del agua. O el Leviatán durmiente, que cada noche se despierta y vaga, pero por el día descansa, y en él moran otras criaturas. Precisamente en los entresijos del caparazón de Leviatán moran los Kote, seres mitad humanos mitad delfín, grandes cazadores de las profundidades. Se decoran su piel lisa y fría con tatuajes tribales, y usan lanzas de hueso para abatir a sus presas, por lo general colosos abisales. Y son salvajes y violentos, pero también apasionados y leales. Pero la verdadera maravilla de esas aguas yace en lo profundo. Donde el sol no llega, y la vida se extingue, nacen susurros de un ser extraño. Un ente antiguo, anterior a este mundo, precursor de todos los demás, habitante primigenio del océano infinito. Morando en la abisal y eterna noche, está en todas partes y en ninguna. Un guardián anciano, fuerte y magnífico, último rastro de una existencia olvidada.
Una vez me elevé, por encima de las nubes, del cielo y del sol. Llegué hasta las estrellas, y allí vi como los dioses mismos creaban criaturas a su capricho. Vi a los Jinetes, seres gigantes, de extremidades alargadas, que cabalgaban sobre cometas, atravesando el cosmos en pos de nuevos soles. Vi los navegantes estelares, remontando la cresta de un agujero negro en su barco de cristal, y naufragando con un estallido invisible. Contemplé batallas entre razas enteras, y estuve en el seno de la creación de mil universos, mientras notaba el latido de las supernovas moribundas. Un espectáculo celestial e infernal, belleza y peligro.
Conclusión: Estoy todo el rato en las nubes.
domingo, 24 de enero de 2010
jueves, 14 de enero de 2010
El cuento del Poeta y la estrella
Cuentan que, una vez, un poeta decidió que nada en la tierra era tan bello como para merecer ser cantado, así que se dedicó sólo a mirar el cielo. Conversó con todos los astros, y escribió sobre y para cada uno de ellos. Conocía hasta al más insignificante de los cuerpos celestes, y estos le mecían en su sueño y le hablaban en su oscuridad. Pero para un hombre que vive expresando sus sentimientos, es difícil no caer presa de ellos. Y así fue como el Poeta se enamoró de una estrella. Durante el día la buscaba aun sabiendo que no la encontraría, y por las noches se dormía con la vista fija en ella. Vivía obsesionado con el que él consideraba el astro más bello, brillante y etéreo de la noche. Muchos lo llamaréis loco. Yo os pregunto: ¿Tan distinto era su amor de aquel que nosotros vivimos?
Pero el Poeta se sentía desdichado: cuando las estrellas sólo eran sus amigas, se contentaba con hablarles y contemplarlas, pero a ella quería acariciarla, sentir la fría luz contra su piel, y no le bastaba con un astro allá en el cielo. Por eso intentó llegar hasta ella.
Primero se hizo con un cuenco de agua. Cada noche lo colocaba de forma que reflejara a su amada. Pero no era real: cada vez que tocaba la superficie, intentando acariciar su estrella, el líquido temblaba y barrí a cuanto había en él, lo que hacía que el Poeta se estremeciera de dolor.
De forma que trepó a la más alta montaña. Una vez en la cima, ardiendo de frío y destrozado por el cansancio, estiró las manos hacia el cielo, intentado acaso rozar a su amada. Pero no lo consiguió, y esto enfureció al Poeta. ¿Cómo podía la naturaleza, en su eterna sabiduría, no haber creado un medio para llegar a los astros?
Así que recurrió a aquello a lo que había dado la espalda tanto tiempo atrás: la humanidad. Hizo que cada hombre y mujer trabajara en la construcción de una torre, tan alta que alcanzara el reino celeste. Es cierto que el Poeta era pobre, se le consideraba loco, y nadie le conocía, pero no hay fuerza que mueva el mundo como el dolor de un alma enamorada.
Cuando la torre se alzó por fin, superando a las montañas y a las nubes, los años habían pasado. El poeta había envejecido, pero su amor y su pasión no habían sino aumentado, avivados por la locura de la larga espera. Sin hacer caso a los dolores acumulados por el tiempo en su anciano cuerpo, el Poeta subió a lo alto de la gigantesca torre. Allí vio que las estrellas parecían mayores, como si estuvieran más cerca. Y la mayor de todas era su estrella, pues el edificio estaba construido justo debajo. Estando tan próximo a su ansiada meta, el Poeta alzó las manos… y solo tocó el aire sobre su cabeza. En ese momento, se dio cuenta de que su sueño era inalcanzable.
Y gritó. Gritó con la rabia, el dolor, y la desesperación que le embargó al saber que jamás tocaría a su estrella. Gritó, tan fuerte y tan alto que el cielo se quebró como si de un cristal se tratara. Miles y miles de pedazos cayeron a la tierra, sembrándola de astros caídos, y el Poeta contempló maravillado como el que contenía a su amada se balanceaba como una pluma e iba a parar a sus pies. Lo recogió con suavidad, lo meció, rió, lloró de alegría, y por primera vez, durmió en paz junto a su estrella.
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Porque todos deberíamos escribir un cuento infantil de vez en cuando.
Pero el Poeta se sentía desdichado: cuando las estrellas sólo eran sus amigas, se contentaba con hablarles y contemplarlas, pero a ella quería acariciarla, sentir la fría luz contra su piel, y no le bastaba con un astro allá en el cielo. Por eso intentó llegar hasta ella.
Primero se hizo con un cuenco de agua. Cada noche lo colocaba de forma que reflejara a su amada. Pero no era real: cada vez que tocaba la superficie, intentando acariciar su estrella, el líquido temblaba y barrí a cuanto había en él, lo que hacía que el Poeta se estremeciera de dolor.
De forma que trepó a la más alta montaña. Una vez en la cima, ardiendo de frío y destrozado por el cansancio, estiró las manos hacia el cielo, intentado acaso rozar a su amada. Pero no lo consiguió, y esto enfureció al Poeta. ¿Cómo podía la naturaleza, en su eterna sabiduría, no haber creado un medio para llegar a los astros?
Así que recurrió a aquello a lo que había dado la espalda tanto tiempo atrás: la humanidad. Hizo que cada hombre y mujer trabajara en la construcción de una torre, tan alta que alcanzara el reino celeste. Es cierto que el Poeta era pobre, se le consideraba loco, y nadie le conocía, pero no hay fuerza que mueva el mundo como el dolor de un alma enamorada.
Cuando la torre se alzó por fin, superando a las montañas y a las nubes, los años habían pasado. El poeta había envejecido, pero su amor y su pasión no habían sino aumentado, avivados por la locura de la larga espera. Sin hacer caso a los dolores acumulados por el tiempo en su anciano cuerpo, el Poeta subió a lo alto de la gigantesca torre. Allí vio que las estrellas parecían mayores, como si estuvieran más cerca. Y la mayor de todas era su estrella, pues el edificio estaba construido justo debajo. Estando tan próximo a su ansiada meta, el Poeta alzó las manos… y solo tocó el aire sobre su cabeza. En ese momento, se dio cuenta de que su sueño era inalcanzable.
Y gritó. Gritó con la rabia, el dolor, y la desesperación que le embargó al saber que jamás tocaría a su estrella. Gritó, tan fuerte y tan alto que el cielo se quebró como si de un cristal se tratara. Miles y miles de pedazos cayeron a la tierra, sembrándola de astros caídos, y el Poeta contempló maravillado como el que contenía a su amada se balanceaba como una pluma e iba a parar a sus pies. Lo recogió con suavidad, lo meció, rió, lloró de alegría, y por primera vez, durmió en paz junto a su estrella.
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Porque todos deberíamos escribir un cuento infantil de vez en cuando.
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