jueves, 14 de enero de 2010

El cuento del Poeta y la estrella

Cuentan que, una vez, un poeta decidió que nada en la tierra era tan bello como para merecer ser cantado, así que se dedicó sólo a mirar el cielo. Conversó con todos los astros, y escribió sobre y para cada uno de ellos. Conocía hasta al más insignificante de los cuerpos celestes, y estos le mecían en su sueño y le hablaban en su oscuridad. Pero para un hombre que vive expresando sus sentimientos, es difícil no caer presa de ellos. Y así fue como el Poeta se enamoró de una estrella. Durante el día la buscaba aun sabiendo que no la encontraría, y por las noches se dormía con la vista fija en ella. Vivía obsesionado con el que él consideraba el astro más bello, brillante y etéreo de la noche. Muchos lo llamaréis loco. Yo os pregunto: ¿Tan distinto era su amor de aquel que nosotros vivimos?



Pero el Poeta se sentía desdichado: cuando las estrellas sólo eran sus amigas, se contentaba con hablarles y contemplarlas, pero a ella quería acariciarla, sentir la fría luz contra su piel, y no le bastaba con un astro allá en el cielo. Por eso intentó llegar hasta ella.


Primero se hizo con un cuenco de agua. Cada noche lo colocaba de forma que reflejara a su amada. Pero no era real: cada vez que tocaba la superficie, intentando acariciar su estrella, el líquido temblaba y barrí a cuanto había en él, lo que hacía que el Poeta se estremeciera de dolor.


De forma que trepó a la más alta montaña. Una vez en la cima, ardiendo de frío y destrozado por el cansancio, estiró las manos hacia el cielo, intentado acaso rozar a su amada. Pero no lo consiguió, y esto enfureció al Poeta. ¿Cómo podía la naturaleza, en su eterna sabiduría, no haber creado un medio para llegar a los astros?


Así que recurrió a aquello a lo que había dado la espalda tanto tiempo atrás: la humanidad. Hizo que cada hombre y mujer trabajara en la construcción de una torre, tan alta que alcanzara el reino celeste. Es cierto que el Poeta era pobre, se le consideraba loco, y nadie le conocía, pero no hay fuerza que mueva el mundo como el dolor de un alma enamorada.


Cuando la torre se alzó por fin, superando a las montañas y a las nubes, los años habían pasado. El poeta había envejecido, pero su amor y su pasión no habían sino aumentado, avivados por la locura de la larga espera. Sin hacer caso a los dolores acumulados por el tiempo en su anciano cuerpo, el Poeta subió a lo alto de la gigantesca torre. Allí vio que las estrellas parecían mayores, como si estuvieran más cerca. Y la mayor de todas era su estrella, pues el edificio estaba construido justo debajo. Estando tan próximo a su ansiada meta, el Poeta alzó las manos… y solo tocó el aire sobre su cabeza. En ese momento, se dio cuenta de que su sueño era inalcanzable.


Y gritó. Gritó con la rabia, el dolor, y la desesperación que le embargó al saber que jamás tocaría a su estrella. Gritó, tan fuerte y tan alto que el cielo se quebró como si de un cristal se tratara. Miles y miles de pedazos cayeron a la tierra, sembrándola de astros caídos, y el Poeta contempló maravillado como el que contenía a su amada se balanceaba como una pluma e iba a parar a sus pies. Lo recogió con suavidad, lo meció, rió, lloró de alegría, y por primera vez, durmió en paz junto a su estrella.

 
 
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Porque todos deberíamos escribir un cuento infantil de vez en cuando.

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