sábado, 10 de septiembre de 2011

10/09/2011

El piano frente a mí.
La luna brilla. Las teclas brillan. Tenues y cegadoras.
Una luz pálida fluye desde la noche. Me mueve, como la marea mueve al naufrago, como el titiritero mueve a la marioneta. Comienzo a tocar. La melodía nace despacio, con una sonoridad apenas insinuada en su lentitud medida, y poco a poco va creciendo. Crece, y se despliega, y se agita, y adquiere una cadencia feérica. Y en el cielo, la luna brilla, más y más, como si el resplandor danzara al son de su propia creación. En mi corazón noto una extraña sensación, alegre y melancólica, de ansiedad y anticipación, ante este fragmento de realidad onírica. Y la música sigue y sigue, frenética ahora, engendrada por unas manos que no siento como mías, por unas teclas de una claridad nívea. La melodía resplandece en opalescencia nocturna, y danza y danza y danza alrededor de la luz. Y la luna arde con un fulgor blanco. Mi alma estalla en el éxtasis de la armonía, se estremece con las últimas notas, el canto del cisne, el expirar y el sueño. La canción acaba. Se esconde la luna. La inspiración me abandona. Y lloro, y grito, y me muerdo, e intento olvidar. Miro por la ventana, hacia el cielo nocturno.


Te quiero.

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