Un redoble de nubes, un crescendo de luz, y el horizonte estalla en mil pétalos de sol. Una cascada de azul recorre el cielo navegada por aleteantes veleros blancos, y un océano de sol cae sobre la tierra, creando oscuros archipiélagos y continentes. Pero hay una isla sin una sola sombra:
“¡Cíbola, Cíbola, la ciudad dorada!”
Allí, la luz se funde en bosques de oro y en brillantes bóvedas, sostenidas solo por columnas de cristal y agua. Se alzan torres en lo alto, anhelantes dedos extendiéndose hacia el cielo, rematados en jirones de nubes y sol.
“¡Cíbola, Cíbola, la ciudad dorada!”
Y en sus calles y en sus casas, caminan dioses de ébano y diosas de plata, vestidos con nácar y seda blanca. De fuego es su sangre, de piedra su carne, de cristal su alma. Y descalzos danzan cuando cae la noche: giran, saltan y cantan:
“¡Cíbola, Cíbola, la ciudad dorada!
¡Tuya es la noche,
Tuya esta danza!
¡Eres la luz en la sombra,
Eres la antorcha y la llama,
Nuestra casa y protectora,
Nuestra diosa y guardiana!
¡A ti te cantamos y adoramos,
A ti te damos nuestras almas!
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