Llueve sobre el mundo nuevo. El agua corre por las calles limpias, formando ríos de plata en un bosque de edificios de cristal. El verde de la hierba y los árboles aparece por doquier, en estallidos de vida y frescor. La Ciudad está vacía, sus habitantes ahuyentados por la llovizna, y sólo los románticos y los poetas (locos todo ellos) han salido hoy. Las nubes se esconden, la luna se asoma, bañando con su luz suave la tranquila belleza del mundo: sus mares, de agua, arena, hielo o hierba; la gentileza de una oscuridad dormida, de una quietud onírica. La noche se desliza, extendiéndose como un manto estrellado; la noche acuna a su hija, la tierra, con cuidado y ternura infinitos; la noche se apaga en la luminosidad; la noche pasa, y nace el día.
El horizonte se quiebra en hebras de amatista, y las sombras bailan al compás del sol. La selva se agita, la sabana se despereza, la Ciudad despierta. Las calles se llenan de color, de olores y sabores: un amanecer de sensaciones que se agitan y corren produciendo escalofríos en los sentidos. Las personas se mueven en un caótico entramado, mientras sus historias se desdoblan y se superponen y se abrazan, tejiendo un brillante tapiz con el hilo de sus vidas. Formando una sinfonía humana, de mil pueblos y etnias, de mil culturas y lenguas: todos al son de una misma armonía. Los ruidosos y atestados zocos, los amplios parques y avenidas; la Catedral de obsidiana, y la gigantesca Biblioteca; los siete ríos y la blanca orilla, bordeando el mar de zafiros; todo ello canta su melodía al pie de las altas agujas de luminoso cristal.
Poco a poco, la claridad es devorada por las lenguas de fuego de la tarde: se deslizan como cobre fundido sobre la tierra, tiñéndola con un fulgor anaranjado. Las sombras se alargan, estirándose y deformándose, como si se esforzaran por encadenar al moribundo sol crepuscular. Pero esta danza de negrura y llamas es breve, pronto el cielo nocturno contempla las tinieblas que cubren el mundo. Pero en la Ciudad, los neones y los juegos de luces mantienen a la oscuridad a raya. Una multitud vibrante e iridiscente se mueve entre la música y el zumbido galvánico, entre las pantallas y las velas, al ritmo del piano y las pulsaciones electrónicas. El hipnótico hormigueo de las calles se refleja en cada persona, ya sea en la atenta tranquilidad, el trance primal o la hiperactividad extática, llenando el aire con una vitalidad absoluta, instintiva, esencial.
El mundo nuevo duerme, pero la Ciudad está despierta.