domingo, 29 de mayo de 2011

Llueve Sobre el Mundo Nuevo


Llueve sobre el mundo nuevo.  El agua corre por las calles limpias, formando ríos de plata en un bosque de edificios de cristal. El verde de la hierba y los árboles aparece por doquier, en estallidos de vida y frescor. La Ciudad está vacía, sus habitantes ahuyentados por la llovizna, y sólo los románticos y los poetas (locos todo ellos) han salido hoy. Las nubes se esconden,  la luna se asoma, bañando con su luz suave la tranquila belleza del mundo: sus mares, de agua, arena, hielo o hierba; la gentileza de una oscuridad dormida, de una quietud onírica. La noche se desliza, extendiéndose como un manto estrellado; la noche acuna a su hija, la tierra, con cuidado y ternura infinitos; la noche se apaga en la luminosidad; la noche pasa, y nace el día. 

El horizonte se quiebra en hebras de amatista, y las sombras bailan al compás del sol. La selva se agita, la sabana se despereza, la Ciudad despierta. Las calles se llenan de color, de olores y sabores: un amanecer de sensaciones que se agitan y corren produciendo escalofríos en los sentidos. Las personas se mueven  en un caótico entramado, mientras sus historias se desdoblan y se superponen y se abrazan, tejiendo un brillante tapiz con el hilo de sus vidas. Formando una sinfonía humana, de mil pueblos y etnias, de mil culturas y lenguas: todos al son de una misma armonía. Los ruidosos y atestados zocos, los amplios parques y avenidas; la Catedral de obsidiana, y la gigantesca Biblioteca; los siete ríos y la blanca orilla, bordeando el mar de zafiros; todo ello canta su melodía al pie de las altas agujas de luminoso cristal. 

Poco a poco, la claridad es devorada por las lenguas de fuego de la tarde: se deslizan como cobre fundido sobre la tierra, tiñéndola con un fulgor anaranjado. Las sombras se alargan, estirándose y deformándose, como si se esforzaran por encadenar al moribundo sol crepuscular. Pero esta danza de negrura y llamas es breve,  pronto el cielo nocturno contempla las tinieblas que cubren el mundo. Pero en la Ciudad, los neones y los juegos de luces mantienen a la oscuridad a raya. Una multitud vibrante e iridiscente se mueve entre la música y el zumbido galvánico, entre las pantallas y las velas, al ritmo del piano y las pulsaciones electrónicas. El hipnótico hormigueo de las calles se refleja en cada persona, ya sea en la atenta tranquilidad, el trance primal o la hiperactividad extática, llenando el aire con una vitalidad absoluta, instintiva, esencial.

El mundo nuevo duerme, pero la Ciudad está despierta.

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