...pero sin duda una de las grandes maravillas de la ciudad era su biblioteca. Para empezar, el edificio en sí es una gloriosa muestra de que la arquitectura es un arte tanto como puede serlo la propia literatura. Agrupadas en anillos, las habitaciones exteriores están repletas de mesas talladas, con amplios ventanales para que entre la luz del sol, y resplandecientes esculturas de cristal que iluminan cuando la luna no basta. Zigzagueantes escaleras recorren los archivos, mientras que la Escalinata Principal conecta el anillo exterior con la Gran Sala, como un puente esculpido en madera, mármol, cristal y oro. Y, por supuesto, la Gran Sala: Lo primero que se nota al entrar en ella es el sonido del agua, proveniente de los cien arroyos que la recorren. Y en las paredes, suaves tallas narran una historia, separada en capítulos por las grandes columnas. Columnas que se alzan desde todas partes, hasta lo más alto, para sostener una inmensa claraboya que cubre la biblioteca y mira hacia el cielo, como si la ciudad tuviera un ojo curioso que mirara a su alrededor. Pero lo más interesante de la gran sala no es su forma, sino lo que hay en ella.
Porque en cualquier biblioteca normal, en cuanto reciben un libro añaden su ficha al archivo, le ponen una etiqueta, y lo dejan en un estante, junto a cientos de otros libros, esperando a ser leídos. Pero no en ésta. Aquí, cada libro conseguido se entierra en tierra fértil. Se trata con mimo, regado por el agua de los arroyos, y acariciado por la luz del sol. Y así, azuzado por una magia desconocida que corre por las venas del edificio como la sangre fluye por nuestro cuerpo, un brote empieza a crecer. Y sigue creciendo, cada año un poco más, y así llega un momento en el que da frutos. Y es que cuando un lector quiere tomar un libro, se le regala ese fruto, para que lo plante. Porque cuando una de las semillas nace, de ella brota, como si fuera cualquiera otra planta, el libró que le dio la vida.
domingo, 1 de noviembre de 2009
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